Saltar al contenido

En el año 2015 mi marido me esperaba en Londres. Yo aterrizaba de un largo viaje y al llegar al hotel donde nos encontramos me dormí un rato. Cuando me desperté me quedé mirando un rato por la ventana y, de repente, no sé cómo, noté una especie de pelota como de ping pong entre los dos pechos. Era un bulto duro. Me dije a mí misma: “Esto no es bueno”. Llamé a mi marido y a más familiares pero nadie pareció darle importancia, entre otras cosas, porque siempre había llevado una vida de lo más saludable.

A nuestra vuelta a Buenos Aires pocos días después, nos recibió el médico de cabecera en el emblemático Hospital Italiano de la capital argentina. Me empezaron a hacer todos los estudios y el resultado fue un tumor maligno. Había que operar. Yo no quería pero mi marido me lo pidió y como es tan amoroso, accedí para complacerlo. Lo que iba a durar dos horas se alargó a once porque había tomado el ganglio centinela y se había extendido a los ganglios del cuerpo con otros destinos. Al salir de la operación comunicaron a mi familia la mala noticia: que la paciente, es decir yo, no estaba tras la intervención lo que comúnmente se conoce como limpia. Que lo que ellos habían pensado que daría resultado, lamentablemente no había sucedido. Fue un shock emocional para mi marido, mi familia y los pocos amigos ahí presentes.

Recuerdo que salí del quirófano con una conexión espiritual muy fuerte que siento que fue lo que siempre me acompañó. Tenía mucha paz interna, no estaba preocupada, me sentía “elevada”. Al día siguiente los médicos me comunicaron los pasos a seguir. En primer lugar, una cita con el oncólogo. Vi a un primer oncólogo de los diez más que llegué a ver. Los dos primeros considerados como grandes eminencias. Ninguno de los dos me apoyó en lo que previamente había decidido internamente: Reconectarme con mi esencia, mis raíces, armonizar mente, cuerpo y espíritu, algo que significaba hacer grandes cambios en mi vida. En primer lugar, alimentarme de forma sana, armonizar mis emociones y estar en paz conmigo misma y con los demás. Entendí que tenía que cambiar todo incluidas las emociones porque las que son tóxicas pueden causar los mismos malos efectos que una mala alimentación.

La “guerra” que tuve para que no me consideraran una loca fue lo más duro. La suerte es que yo me sentí en todo momento muy fuerte psicológica y espiritualmente hablando. Sufrí una presión terrible social y por parte de los médicos. Mi marido y mi familia, sin embargo, me escuchaban y respetaban porque les parecía coherente lo que les explicaba. Veían que tenía lógica lo que decía. Tuve Fe en Dios y en la capacidad del sistema inmune para curarse. Si nuestro cuerpo es tan sabio que se auto regenera lo que tengo que hacer es ayudarlo a que lo haga. Y eso fue lo que hice.

Empecé a investigar. Me conectaron con una vecina que comenzó a traerme libros que me hicieron reconectar conmigo misma. Recuerdo leer Morir para ser yo, de Anita Morjani que me hizo un click en la cabeza, también otro que se llama El laboratorio interior; y empecé a buscar algo que pudiera sostener mis teorías. Era difícil. Hasta que encontré un médico español, Martí Bosch, que explicaba claramente y desde la ciencia lo que yo decía. De repente vi el cielo abierto, ya no me encontraba tan sola en mi idea sobre la dieta alcalina.

Comencé a estudiar a fondo la dieta alcalina y ponerla en práctica, a hacer meditación y a viajar mucho menos. Decidí poner el foco en mí. Tomé una herramienta poderosa: estar agradecida todo el tiempo a la oportunidad de vivir. Sentía que la vida me había dado una ocasión que no pensaba desperdiciar.

Pasaron los meses con esta dinámica que llevé a cabo lógicamente con la ayuda y el apoyo de los míos, especialmente de mi marido. En un principio le pedí que siguiera haciendo su vida, es decir, viajes a Europa constantemente. Al año de mi intervención publiqué en Facebook todos los detalles. Un post que fue compartido por más de 250 mil personas en menos de media hora. Fue una conmoción.

A los seis meses envié mis estudios a Houston y cuando recibí los resultados estando yo en Francia de vacaciones, los médicos no querían analizarlos. Tuve que llamar a mi médico de cabecera para que me los contara y cuando me comunicó por fin qué decía aquello me sentí plena, feliz, emocionada. Estaba curada. Totalmente. Lo único que había hecho era alcalinizar mi cuerpo constantemente para que las células patógenas murieran por inanición y lo había logrado. Era una doble alegría, por un lado lograrlo y por el otro demostrarle a los míos que tenía razón y que al fin podían estar tranquilos porque, lógicamente, aunque siempre me respetaron y apoyaron, tenían sus miedos, carecían de la certeza que yo sí tenía.

Este libro que tienes entre manos es la historia que yo viví. No pretendo con ello convertirme en una gurú de nada. Tan solo comparto mi experiencia demostrable y esperanzadora. A lo largo de estas páginas quiero compartir con el lector las herramientas válidas que hicieron posible mi curación. No es milagro. Es ciencia. A pesar de que yo lo hice de manera intuitiva y apoyada por la Fe, me ocupé todos estos años de encontrar las evidencias científicas de todo aquello que hice.

Este libro cuenta mi historia. Con él no pretendo más que abrir una ventana de esperanza. No quiero imponer nada ni convencer a nadie de nada sino compartir mi testimonio por si alguien le sirve de ayuda. Convencer a alguien de algo es, para mí, faltarle al respeto. Cada persona tiene su propio proceso y así como me respetaron a mí hago lo mismo con los demás. La mente es muy poderosa.